Por: Víctor Quintana Silveyra
Lo que se
denunció y sentenció en Chihuahua debe ser difundido a los cuatro vientos.
Cuando en un espacio, así sea sólo simbólico y de conciencia, se escuchan casos
como los presentados en la audiencia final del Tribunal Permanente de los
Pueblos (TPP) sobre Feminicidio y violencia de género este principio
de semana, es deber de conciencia informar, indignar.
Dos días
fueron insuficientes para que tanta mujer de Chihuahua, Coahuila, Nuevo León,
Chiapas, Guerrero, Sinaloa y otros estados virtiera sus agravios ante las
conmovidas jueces. Éstas leyeron la sentencia final junto a la Cruz de Clavos,
memorial de las mujeres asesinadas, frente al palacio de gobierno, en cuya
acera está la placa que señala el lugar donde cayó asesinada Marisela Escobedo,
cuando protestaba por el feminicidio de su hija Rubí.
El vértice
donde confluyen las acusaciones de las víctimas y la sentencia de las jueces es
el Estado mexicano: la insensibilidad de sus funcionarios, la visión patriarcal
y sexista que lo permea, el laissez faireo plena sumisión ante los
poderes económicos, políticos y fácticos, la impunidad que prohíja, convierten
al Estado en el actor que propicia, reproduce, la violencia de género en todas
sus formas: sexual, institucional estructural, feminicidio, laboral,
criminalización de defensoras de derechos humanos y periodistas.
Claman las
madres, las familias de los asesinados, desaparecidos por la violencia de la
sucia guerra contra el crimen organizado. Tan sólo en Cuauhtémoc 350 personas
desaparecidas en los últimos años. La señora Muñoz narra entre sollozos cómo un
comando de uniformados se llevó a los ocho varones adultos de su familia que
celebraban el Día del Padre de 2011. Los casos se repiten con la misma
constante: el Estado como principal responsable, ya sea porque fueron sus
cuerpos militares o policiacos quienes desaparecieron o mataron a las personas,
o quienes dieron cobertura a los delincuentes, o porque ha sido omiso en
investigar y castigar.
El feminicidio, visibilizado
primero en Juárez y luego en todo México, es un estrujante réquiem narrado por
la polifonía de mujeres de varios estados de la República. El proceso que las
familias siguen es semejante por doquier: denuncian, se tienen que tornar
detectives, investigadoras, peritas forenses, prosecutoras, ante la inacción de
las autoridades. El aparato estatal de procuración de la justicia es pasivo, si
no cómplice, del crimen organizado, de los esposos y los novios que le entraron
a la moda macabra de deshacerse definitivamente de la mujer que les estorba.
Estremecen casos como el del arroyo del Navajo, en el valle de Juárez, donde
fueron encontrados los restos óseos de 19 mujeres asesinadas brutalmente,
varias de ellas capturadas por las redes de trata, invisibles para las
autoridades.
Contra las
mujeres que se ponen de pie, que se organizan, que reclaman, más que sus
derechos, los derechos de otras y de otros, el Estado actúa con presteza
inaudita. La hija de Nestora Salgado relata con lucidez el caso de su madre,
presa y hostigada todos los días en el penal federal de Nayarit: luego de
cumplir la labor de preservar la vida y el patrimonio de la gente, dirigiendo
las autodefensas de Olinalá, es acusada y aprehendida por el mismo gobierno,
impotente ante los criminales.
Siempre el
mismo ciclo detrás de todas las acusaciones: 1) agresión de todo tipo a las
mujeres y a sus comunidades: feminicidio,desapariciones forzadas,
despojo de recursos naturales a las comunidades por mineras y megaproyectos,
ataques del crimen organizado, violencia familiar; 2) ante la ausencia,
negligencia o complicidad de las autoridades, respuesta organizativa desde
abajo, sobre todo de las mujeres: defensoras de los derechos humanos, líderes
comunitarias, familiares empoderadas de desaparecidas y desaparecidos,
periodistas, defensoras de su vivienda ante las hipotecarias, sindicalistas,
vendedoras ambulantes; y, 3) ahora sí, el Estado cómplice ante los poderosos,
reacciona contra las mujeres que luchan y participan: detiene y encarcela,
fuerza exilios como los de Cipriana Jurado y Marisela Reyes, permite que se
hostigue a defensoras de derechos humanos, amenaza a periodistas, difama
organizaciones de mujeres, libera órdenes de aprehensión contra deudoras de la
banca, despide a las sindicalistas independientes, desaloja vendedoras ambulante.
Reprime y criminaliza.
También con
reformas legales el Estado agrede a las mujeres: aunque en muchos estados se
han puesto en marcha leyes represivas contra las que deciden abortar; nuevos
códigos de procedimientos que agilizan los desalojos de las viviendas; reformas
energéticas que facilitan el despojo de territorios, aguas y recursos naturales
de las comunidades indígenas y campesinas, sin considerar que son precisamente
las mujeres quienes más cuidan, quienes más luchan por defender dichas comunidades.
La
transición y la democracia se atascan o se pervierten en cuanto llegan a la
encrucijada del género y de la raza. En la barbarie contra las mujeres el
Estado opera como instrumento de una clase trasnacional privilegiada, revela su
sustancia sexista y racista. Por eso la sentencia más justa de esta audiencia
del TPP es que el Estado mexicano como es y actúa ahora debe ser condenado a
desaparecer y refundado desde el pueblo, sobre las bases de equidad de género,
de raza y de clase. Y que, ante el desdén sistemático de las instancias del
gobierno mexicano a poner en práctica las recomendaciones de instancias como la
Corte Interamericana de los Derechos Humanos, deben instituirse mecanismos que
permitan una continua y sistemática regulación de las mujeres sobre los poderes
políticos y económicos.
Mujeres como
las que participaron en esta audiencia del TPP pueden hacer todo esto. Como
víctimas demostraron su gran estatura moral y personal. Ninguna de ellas se ha
estacionado en su muy justo dolor; todas se han convertido en sujetos de nuevos
procesos, de demandas de justicia, de reconstrucción de su familia, de
recreación de sus comunidades. Son mujeres para las que el Apocalipsis es
pasado, y el presente, el Génesis.
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